El Silbido

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Mariví Nadal

Mariví Nadal

Historia Corta

Historia Corta

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Suspense

Suspense

Esta noche, sin saberse observada, Cristina juguetea con esa idea que ha tenido muy presente desde varios ayeres atrás. Repasa las posibles formas, pero de todas, siempre se ve atraída a la que ofrece la navaja suiza que ahora explora con sus manos. Este objeto la conecta con su padre. Es idéntico a aquel que él cargaba consigo a todos lados. A estas alturas, de recordar a diario lo que sucedió esa noche catorce años atrás, ya las lágrimas se le han secado, aunque la culpa, esa, todavía la envuelve congestionando su garganta. 

Se sacude la asfixia que siente extendiendo el brazo. La gran estufa de leña frente a ella enmarca el objeto con un aura angelical. Cristina distrae su mirada en su única fuente de luz. Alza su vista hacia los nueve metros de alto que, cubiertos por libros, la hacen sentir diminuta en medio de esa enorme sala rústica. El sonido de leña ardiendo la regresa a la navaja. Uno a uno expone los diferentes artefactos que la componen. Extiende su brazo admirando ahora la forma de los artilugios abiertos en todo su esplendor. 

Ejerce cierta presión de la parte más filosa de cada uno de ellos sobre su piel, sin dañarla. Tan solo analiza la posibilidad. Comienza a guardar cada uno de los artefactos, y como es costumbre, la fineza de la cuchilla llama su atención. La aprieta con cierta rudeza sobre la palma de su mano. El fuego de la estufa de leña resplandece sobre el metal, brindándole de una luz que le da protagonismo. Cristina se envuelve en una concentración que la hace consciente del presente, y de las pulsaciones que su corazón marca. En este momento no hay ayer, no hay mañana. 

El fuego que danza con fervor frente a ella provee un ambiente lúgubre a su alrededor, ensimismándola, aún más, en sus ideas.

Haciendo sentir su presencia, Constanza sale de entre las sombras.

—¿Qué esperas? Al fin eres libre. Puedes hacerlo sin que te interrumpan.

Cristina no se inmuta ante las palabras que aparecen desprevenidas. La gran sala se siente ahora más pequeña con su presencia. En esta ocasión, decide no enfrentarla. De hacerlo, se alejaría como lo ha hecho antes. Hoy, no quiere que se aleje, se siente sola. «Tiene razón, ¿qué estoy esperando?».

Continúa con la mirada aferrada sobre la navaja. Toma valentía y hace un pequeño corte superfluo sobre la parte más acolchonada de su mano. Se limpia la gota de sangre que se asoma.

—Si no es hoy, mañana lo harás, y si no, el día que viene.

Su corazón se compunge ante estas palabras. Sabe que es cierto. Y aunque su presencia pesada y triste la desconcierta, en estos momentos puede sentirla emanando cierto calor reconfortante. Es más, agradece que al fin se haya acercado. 

Constanza, como ha exigido que se le llame desde que Cristina tiene memoria, comienza a silbar. 

—¡Oh! —exclama Cristina. Esa dulce melodía hace que las lágrimas se abran camino por su rostro. Se recuesta sobre la alfombra. La madera debajo de ella cruje al acomodar el peso de su cuerpo. Se acurruca en posición fetal sobre su lado izquierdo. De esta manera puede sentir más potente el latido de su corazón. Cierra los ojos.

—¡Nooo!, ¡no!, ¡no!, ¡no! —grita con todas sus fuerzas, tratando de alejar a Constanza, que intentó acercársele demasiado—. ¡Aléjate, aléjate! ¡No me toques!

—No me digas eso. Yo sé que no quieres que me vaya. No quieres estar sola. Aquí estoy. Siempre voy a estar para ti. No más angustia. Paz. Paz es lo que buscas. —La consuela. 

Estas palabras retumban al ritmo de sus pulsantes sienes, calmándola. 

Al cabo de unos minutos, cuando su cuerpo deja de titiritar…

—El momento ha llegado. —Constanza interpreta nuevamente ese silbido melódico, tranquilo, reminiscente de ese ayer. Y cuando nota que ha surtido un efecto somnífero en Cristina, aprovecha para guiarla. Esta, sin poner resistencia, parece al fin sucumbir ante la idea…

El primer corte es profundo. Su muñeca guía la cadencia de su brazo izquierdo que ahora tiembla sin control.

—¡Libertad!

Cristina la escucha exclamar esa palabra, cuyo significado ha anhelado experimentar por catorce años, con una emoción que la contagia. Un torbellino de sensaciones se hacen presentes en ella, que entre risa y llanto mira temblorosa cómo la sangre se le desborda. «¡Soy libre!», El frenesí del momento la hace tomar la navaja y corta con torpeza las venas de su muñeca derecha. La sangre fluye, puede sentir el río de la vida pasándole, sintiendo algo que cree es paz.

—Paz —exclama con melancolía Constanza.

Los ojos de Cristina se fijan en el brillo del fuego que tiene al frente. Está cansada. La pesadez de su cuerpo contra la acolchonada alfombra es exquisito. Y es en este vaivén que en su mente se instala esa memoria… 

Observa a su padre dormir entre los claroscuros de la madrugada. Mira la navaja que tiene en mano, el metal brillante le llama la atención. Como es costumbre, voltea hacia su derecha reparando en su reflejo sobre el gran espejo que muestra su cuerpo completo. Ese el momento, la primera vez que Cristina conoció a Constanza. A sus tiernos cinco años de edad, observó espantada como su reflejo clavó su mirada en sus ojos. Ella, no comprendiendo lo que sucedía, la miró de regreso. Pero parece que miró tan profundo que el ser en el reflejo adquirió vida propia.

Sorprendida miró cómo, ajena a sus propios deseos, su reflejo movía la cabeza de arriba a abajo, alentándola. Ella, haciéndose consciente del movimiento de cabeza en su propio cuerpo, culminó lo que su reflejo inició. Recuerda los gritos de terror de su madre, los ojos bien abiertos de su padre que la miraban con angustia, con horror, con incredulidad; la sangre que con pesadez le salpicaba el rostro. También recuerda que no pudo parar lo que comenzó. 

—¡No!, ¡no!, ¡no! Carajo, ¡no! —se reclama—. ¡No!

Constanza ríe. Los ecos de esa risa tan familiar retumban en su cabeza.

—Cof cof cof —respira forzado—, cof cof cof. —Puede sentir que el tiempo está próximo. La pesadez de su cuerpo y de sus párpados se lo hacen saber. Cierra los ojos para forzar a la poca fuerza de vida que le queda para plantearse nuevamente en ese recuerdo. Y cuando lo hace, Constanza ya está esperándola. Su reflejo en el espejo le dice:

—Así debe ser. Vamos a dormir juntas. En paz. Yo también estoy cansada, ¿sabes? 

—Tú…cof cof, tú no te vas a ir, cof cof… en paz.

—No me culpes a mí. Fuiste quien lo hizo. No yo.

Estas palabras incendian la ahora débil llama de su vida. Tiene que deshacerse de ese engendro a como dé lugar.

—¡Hazlo! —Continúa Constanza, moviendo su cabeza de arriba a abajo, con esa cadencia que la contagió en aquella fatídica noche, y en las posteriores en que revive su martirio. Pero en esta ocasión, Cristina pone todo su esfuerzo por callar a esa voz en su cabeza. 

En el vívido mundo de sus recuerdos, su infantil cuerpo tiembla. Voltea su atención hacia sus padres que duermen tranquilos. Con una concentración sobrenatural, logra soltar la navaja suiza, la de su padre tiene marcadas sus iniciales “A.S.”, que al caer al suelo, hace un ruido que lo despierta. Su madre, un bulto entre las sombras, tan solo se reacomoda. Su padre voltea hacia ella. Cristina le mira petrificada. Es la primera vez que algo distinto sucede. No sabe cómo reaccionar.

Su reflejo comienza a entonar nuevamente la pausada y dulce melodía. Esa que silbó durante todo el instante en que Cristina apuñaló diecisiete veces la garganta de su padre catorce años atrás, pero al notar que no está surtiendo efecto en esta ocasión…

—¡Concéntrate! —le ordena.

—¡No! —responde Cristina con furia. No puede parar de temblar. Su ser onírico ya percibe que el aliento de su vida está por apagarse. Fuerza desviar su atención de la fría sensación de su sangre que se abre camino por su espalda.

Inadvertidamente, su padre la abraza. Ella sucumbe a esos brazos que la aprisionan con ese amor del que ella misma se privó de disfrutar en vida. Su padre ahora la protege del silbido, de su reflejo, de ese engendro podrido que vive dentro de su ser. Ella lo abraza de regreso emanando todo el amor que le es posible. Escucha a lo lejos, ahora insignificante, esa voz que en su cabeza la ha atormentado por catorce años en el hospital psiquiátrico. La escucha diminuta, indefensa, enojada, triste: —No maldita no nooooooooooo.

—Te amo papá. 

—Te amo conejo.

Ante estas palabras que no creyó volver a escuchar jamás, su corazón se comprime. Su ser onírico emite la sonrisa que su ensangrentado cuerpo moribundo no registra. Y es así como logra saborear, en su último aliento de vida, la tan anhelada paz.

FIN

Todas las historias que publico son de mi autoría y tienen todos los derechos reservados. Cualquier forma no autorizada de distribución, copia, duplicación, reproducción, o venta (total o parcial) de su contenido, tanto para uso personal como comercial, constituirá una infracción de los derechos de autor.

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